Palabras de celofán

Soy de vieja generación. Me gusta entrar a una librería, sacar un libro del librero, hojearlo, leer una página al azar, empaparme del ritmo, el tono, la melodía. Es que, generalmente, un escritor me gusta desde el primer párrafo. Quizás desde el segundo. Y pocas veces desde las reseñas que le ponen en la contraportada (es decir, casi nunca). Por eso tengo casi dos años de no comprar un libro en Costa Rica. No uno impreso, vale decir. No llevo las uñas largas generalmente; mucho menos me gusta andar con un cuchillo de cocina en el bolsillo. Y el celofán es difícil de roer (sin hablar de que uno no deja de sentirse mal, porque sabe que el celofán está ahí por un motivo, que quizás no es claro, pero que no deja de ser una barrera tabú: quiero decir, que algunas veces me he rebelado — con un gesto adrede casi de payaso — y he roto el celofán, porque lo considero mi derecho… y bueno, es cierto, que uno podría llamar a uno de los vendedores, pedirles que te abran el libro… pero, ¿hacerlo con los cinco, diez que quizás te puedan interesar…). Quizás les es difícil de entender a los libreros de mi país. Uno no está comprando un disco, digo (y aún si así fuera, cuando uno compra discos, por lo menos alguna canción hauno escuchado ya en la radio, sino en el teléfono de un amigo). Pero es que se trata de un libro. Hay que atraerlo a uno, al lector, y la portada no basta: hace falta el texto, la cadencia, que el autor nos tienda la red y nos engarce. Pero en fin. Supongo que la razón es en realidad muy obvia: los dueños de librería no leen libros. Y en todo caso, ahora, hasta Amazon me deja hojear algo antes de comprarlo. Y eso explica todo, en resumen. Bezos es un monstruo, pero al menos uno que sabe vender.

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