Apuntes perplejos: Humildades epistémicas

Una de las labores más ingratas a las que se enfrenta quien investiga es hacer el informe final (sobre todo cuando el plazo ha vencido y nos atormentan los recordatorios diligentes, sellados y firmados, sobre nuestra tardanza). He pensado mucho al respecto en estos días, no solo luchando con el texto que se niega a avanzar tanto como quisiera, sino con la frustración inherente de descubrir que tantos objetivos planteados en la ambiciosa propuesta fueran a dar tan lejos del blanco.

Aunque podría ensayar explicaciones sobre tan pobres resultados (nunca falta a quien culpar: la burocracia, los malos asistentes, la falta de recursos) o refugiarme en la autoflagelación, y confesarme desordenado y víctima de mi tendencia a dejar todo para el final, he de pronto encontrado salvación para mi ego dolorido en dos autores que, de una manera bastante convincente, me aplacaron las culpas y me permiten ahora aferrarme a esa trillada verdad refranera de que el mal de muchos es consuelo para algunos tontos, como este servidor.

Y como pienso que es injusto guardarse un remedio que quizás pueda servirle a otros tantos que, no dudo, habrán pasado por estas aguas turbias de justificar un proyecto fallido, decidí revelar esta nueva pomada, empezando por la verdad más amarga: los humanos somos pésimos planificadores.

Hablaré entonces primero de uno de los autores, el Dr. Nassim Taleb, operador de bolsa, especialista en probabilidad y estadística y antiguo profesor universitario. Cuenta Taleb en su más reciente libro, Antifragilidad: cosas que ganan con el desorden, que cuando Yogi Berra (otros dicen que se trató más bien de Niels Bohr), aseveró que predecir es muy difícil, especialmente el futuro, no hacía más que revelar una verdad que la estadística comprueba: la mayoría de los proyectos nunca terminan en el plazo esperado y muchos terminan gastándose entre el doble y diez veces lo originalmente proyectado.

Taleb acusa de lo anterior a la modernidad, al crecimiento exponencial de las consultorías y los expertos, a la burocracia y las comunicaciones digitales, y sobre todo a nuestra creciente arrogancia epistémica y la apuesta ciega al modelo lineal baconiano de creación del conocimiento (en castellano castizo: creerse que sabemos más que los demás, que la ciencia engendra la tecnología, que es posible predecir con exactitud y que somos capaces de explicarle a los pájaros cómo deben volar).

La planificación estratégica a largo plazo, de hecho, nos dice Taleb, es lo que vuelve tan complicado y propenso al fracaso a cualquier proceso humano actual, porque quien planifica, sin importar cuántos cursos de manejo de riesgo haya llevado, siempre minimizará estos –inconscientemente, es inevitable– y nunca podrá prever los verdaderos imprevistos en su camino. Taleb no es precisamente una persona políticamente correcta: dice lo que piensa sin rodeos (y generalmente, los hechos le dan la razón, como cuando explicó en su famoso Cisne negro que algo andaba mal en Wall Street, un año antes del crash inmobiliario).

Pero lo peor, sentencia Taleb, es que estos mismos expertos y planificadores nunca pagan el precio por sus consejos; por ejemplo, por entrar en un tema espinoso como el de la economía: ¿quién revisa las predicciones económicas de un año atrás? ¿Alguien le lleva la cuenta a la infinidad de veces que los expertos del FMI, del Banco Mundial, de Wall Street, han acertado con un pronóstico? O lo que resulta más importante: ¿si alguien dice que un instrumento financiero es calidad AAA, y luego resulta que se convierte en un bono basura, no debería ser responsable del dinero que pierda quien haya invertido en aquel?

Taleb es filoso con sus afirmaciones: para él, muchos expertos y planificadores profesionales generalmente no saben realmente mucho del tema sobre el que ofrecen consejo o toman decisiones, pero venden muy bien su aparente certeza mientras que otro paga la fiesta (Dick Cheney estimó que la guerra contra Irak costaría máximo unos 100 mil millones de dólares por una campaña de dos años a lo sumo; terminó costando entre tres y cuatro billones de dólares por más de siete años de guerra con sus consecuencias posteriores, y obviamente ni Cheney ni Bush tuvieron que pagar un cinco por su error de cálculo).

Pero si volvemos a lo nuestro, a la academia, leer a Taleb es sacar del baúl preguntas inquietantes: ¿Podemos realmente planificar la investigación? ¿Es investigar una cuestión de manual, instructivos, formularios y herramientas estadísticas para producir gráficos bonitos? ¿Qué objeto tiene plantearse como meta el descubrir algo específico, en un tiempo dado?

Taleb dice que la investigación burocrática está condenada al fracaso y ofrece una alternativa, la que usaron Edison y muchos otros: la de la investigación como un proceso azaroso de prueba y error, de descubrimientos accidentales, donde el verdadero talento del investigador reside en darse cuenta si el error es útil o no. La investigación debe hacerse entonces con objetivos flexibles, en tramos cortos, sin cerrarse vías y siempre con la disposición a rectificar la dirección. Los descubrimientos revolucionarios, dice Taleb, han llegado por inspiración, por la vía negativa de hallar lo que no funciona y el trabajo necesario para darse cuenta cuándo, tras tantos topetazos de nariz, nos encontramos con la botija al final del arcoiris: así fue con la Viagra, la fotografía a color, la radiactividad y hasta las rueditas en las valijas (¿cómo puede ser, se pregunta Taleb, que tuvieran que pasar miles de años desde la invención de la rueda, para que a alguien se le ocurriera ponerle rodines al equipaje?).

Es que las cosas solo parecen obvias y ordenadas una vez que han sido hechas. Y aunque suene a anatema, lo cierto es que generalmente la tecnología antecede a la ciencia (Taleb ofrece un argumento convincente y documentado al respecto), y el conocimiento revolucionario no tiende a obtenerse por medios planificados.

En fin. Más combustible para reflexionar para quienes transitamos esto de la investigación… pero me devuelvo a lo que compete: que tengo que continuar con mi informe. Quedará para una próxima ocasión el segundo autor (y hablando de falta de planificación, aquí estoy de nuevo, ya pasado del número de caracteres que tenía dispuesto para esta columna: hay gente que nunca aprende).

Nota: Comentario publicado originalmente aquí

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